Recuerdo siendo un niño la mezcla de alegría, ira, nerviosismo y temor que se mascaba en la calle tras la victoria electoral de Felipe González en 1982. Contagiada por la pegadiza melodía del Hay que cambiar, aquella España de frágil convivencia apostó durante catorce años por un carismático político que, incluso con una derrota cantada por el olor a estiércol de sus últimos gobiernos, estuvo a punto de retener la presidencia en 1996 pese a lo absurdo que hubiese sido otro mandato. Olvidados ya sus desatinos por esa memoria tan pacata que atesoran las democracias en construcción, González acaba de presentar en una entrevista su candidatura al Príncipe de Asturias de las ocurrencias al confesar que tuvo en sus manos autorizar un crimen de Estado para hacer volar en Francia a la cúpula de ETA, pero que dijo no; una declaración que para unos demuestra que era el Señor X de los GAL y para otros, su compromiso con el imperio de la ley. Pero, por desgracia, lo que nos descubren sus palabras es la catadura moral de los asesores del por entonces líder del PSOE y que quizá González olvidó en algún momento de su mandato aquella máxima de Pablo Iglesias de: “No sólo hacen adeptos los partidos con sus doctrinas, si no con los buenos ejemplos y la recta conducta de sus hombres”.